El escritor y psicoanalista Pablo Melicchio reflexiona: “El coronavirus nos interroga, nos contagia y contagiamos. Es una metáfora de lo que podemos trasmitir. Porque si bien es verdad que podemos contagiar enfermedad y muerte, también vida, cuidados, amor y solidaridad”.
Por Pablo Melicchio | Ilustración: Matías De Brasi
Por decisión del autor, el artículo contiene lenguaje inclusivo.
Como diría Oliverio Girondo, “me importa un pito…”, no “que las mujeres tengan los senos como magnolias”, sino, en este caso, que las mentes prehistóricas juzguen el lenguaje inclusivo con el que naufragaré por este artículo; igual serán bienvenides a este barco de letras lanzado a la deriva en el mar apocalíptico de la vida cotidiana en la que nos toca (sobre) vivir. Aclarado esto, avanzo. La pandemia (sí, otra vez voy a referirme o apoyarme en la pandemia) más allá de su origen natural, de laboratorio, o maldición de no sé qué dios, diosa o ángel exterminador, tiene que dejarnos un aprendizaje. Que no sea otra de las tantas oportunidades que dejamos pasar, sumando solo muertes y dudas para que regresemos fatalmente a la política del “sálvese quien pueda”, al egoísmo y las locuras previas a la pausa que estableció el reinado del coronavirus.
Fue, y todavía es, una crisis, una crisis singular, humanitaria, y de la madre tierra. Pero, como no queremos saber nada con las crisis y preferimos taparlas con clonazepam, con maratones de series, con amores baratos, o con lo que sea con tal de no confrontarnos con la posibilidad de ser responsables de lo que padecemos, podría ser otra posibilidad desaprovechada. Otra posibilidad para trabajar a favor del bienser y del bienestar. Pero, vicios de este raza neurótica, preferimos tapar y quejarnos, que cambiar. Aun así, el coronavirus persevera, muta, insiste, como insisten los síntomas que nos interrogan, para que de una vez por todas hagamos algo a favor del planeta y de sus habitantes: nosotres. Sí, todes, ya no más esos binarismos que tanto mal hicieron en la historia de la humanidad, que silenciaron a tantas voces. Humanidad gobernada por hombres que destrozaron todo, vidas y tierras, con tal de tener más y más poder. Asusta la diferencia y por eso se la intenta exterminar, negarla, dominarla, oprimirla. Es tiempo de inclusión verdadera, cada ser, más allá de su capacidad o discapacidad, identidad de género, color de piel, o ideas, tiene que tener su lugar en la historia, en este barco que se está hundiendo no por sobrepeso sino por intolerancia y desunión.
El coronavirus nos interroga, nos contagia y contagiamos. Es un efecto dominó. Es una metáfora de lo que podemos trasmitir. Porque si bien es verdad que podemos contagiar enfermedad y muerte, también vida, cuidados, amor y solidaridad. Como bien tituló uno de sus libros Tomás Eloy Martínez, Lugar común la muerte, sí, la muerte, la que nos iguala, el final de todos los finales; del mismo modo, ¿no es acaso la vida, esa que tanto descuidamos, el otro lado, ese lugar también común? Vivir y morir, extremos, en el medio, la deriva, el mar de las incertidumbres y las injusticias. La pandemia, materia que venimos desaprobando, nos arrojó un baldazo de conciencia de fragilidad y finitud, eso que nos define como humanos. Sin embargo, parece que no queremos aprender. ¿Por qué nos cuesta tanto aceptarnos, entender la importancia de la interacción, del cuidado mutuo para un proyecto de vida comunitario, saludable, armonioso y sin violencia?
Tengo esperanza, pero una esperanza activa. Estamos a tiempo, por eso escribo, por eso trabajo y vivo, trabajo a favor de la salud mental, y escribo para pensar, pensarme, y para invitar a la reflexión. Como dijo Martin Luther King, “Si supiera que el mundo se acaba mañana, aun así plantaría un árbol”. Yo suelto una hoja, una hoja viva, no muerta, una hoja que pueda ser semilla en el corazón de quien quiera leer este escrito. Podemos contagiarnos de una vida mejor. O nos salvamos entre todes o no se salva nadie.
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